Lo que más raro me pareció cuando llegué, fue que ningún perro me recibiera. La niebla estaba tan cerrada que esperaba oír ladridos como señal de bienvenida. Para no perderme caminando a través de la pesada blancura, decidí seguir la vía del ferrocarril, dejando mis pasos sobre los durmientes. Caminé mucho sin sentir que realmente avanzara por esa nube infinita. Estaba exhausta cuando vi, entre las primeras casas quietas y frías, a unos cuantos perros famélicos, dormitando indiferentes a mis pasos.
Todo en el pueblo parecía sumido en un sopor turbio. No había un alma en las calles ni más ruidos que los de mis pensamientos. Caminé por el caserío desierto hasta que decidí llamar a una de las casas, cuya puerta se abrió en cuanto golpeé el puño contra ella. Dentro, una anciana completamente desnuda dormía a pierna suelta. A pesar de mis palabras, que pronto convertí en gritos, no conseguí despertarla.
Desesperada, corrí de casa en casa encontrándome con escenas parecidas. Todos vivían un sueño profundo del que era imposible arrancarlos. De pronto vi, al fondo de la calle una casa pintada de rojo que, sin saber porqué, me parecía conocida. En la ventana titilaba la tímida luz de una vela. Corrí hasta allá pensando que me estaría esperando Segismundo con sus brazos abiertos, sus sábanas tibias, sus frases sabias y su frenesí. Entré a un cuarto en el que una mujer dormía con las manos empalmadas bajo sus mejillas. Era yo.
Sonreí mientras sentía que me iba desmoronando como si estuviera hecha de azúcar.
Todo en el pueblo parecía sumido en un sopor turbio. No había un alma en las calles ni más ruidos que los de mis pensamientos. Caminé por el caserío desierto hasta que decidí llamar a una de las casas, cuya puerta se abrió en cuanto golpeé el puño contra ella. Dentro, una anciana completamente desnuda dormía a pierna suelta. A pesar de mis palabras, que pronto convertí en gritos, no conseguí despertarla.
Desesperada, corrí de casa en casa encontrándome con escenas parecidas. Todos vivían un sueño profundo del que era imposible arrancarlos. De pronto vi, al fondo de la calle una casa pintada de rojo que, sin saber porqué, me parecía conocida. En la ventana titilaba la tímida luz de una vela. Corrí hasta allá pensando que me estaría esperando Segismundo con sus brazos abiertos, sus sábanas tibias, sus frases sabias y su frenesí. Entré a un cuarto en el que una mujer dormía con las manos empalmadas bajo sus mejillas. Era yo.
Sonreí mientras sentía que me iba desmoronando como si estuviera hecha de azúcar.
1 comentario:
...estamos hechos del material del que se tejen los sueñios.
Cada vez me estremeces más...hermosa musa !!
Publicar un comentario