El pan

-Yo miró la noche, -señalo Andrew en medio de una luz discreta al beber café. Su aire de chico malo hacía evidente ser más instantáneo que el Nescafé-.
A mí me gusta jugar: salir y mirar, perderme entre las mascaras que hacen vernos iguales a los demás. Confieso que se dejar con ganas, se ponerme peligrosa con una escuálida charla. Es sencillo: no espero promesas ni necesita creerme, solo busco… quizás ser una sombra anónima, tener la misma mascara, soportar la soledad…
- ¿Estas cansado?, -le pregunté con fingido interés al sentarme a su lado.
- ¿Te lo parece? -Mascullo con cierto coqueteo mientras deslizaba su dedo por mi entrecejo para después dar un trago brusco y abundante a su café.
Con malicia y mirándolo a los ojos, conteste riendo: -¿La euforia es comestible?
Él, tomándolo como un reto, se acerco para preguntarme al oído: -¿Quieres saber?
Pero anticipándome a la temperatura. Me le aleje para entristecerme por Toshio, quién supuse: Estaba muerto. Andrew decepcionado se puso de pie con torpeza para regresar a su tarea de hacer pan; cuando cruzaba el quicio de la puerta, le ordene.
-Apaga la luz
Y él, me tomo de la mano para mostrarme cual generoso podía ser en su cocina. Me jaló hacia él para recargar mi espalda sobre su pecho y balbuceó: -¿Quieres sentir la habilidad de mis dedos… al moldear el pan?
El roce inesperado de su chaqueta y la arrogancia de su voz áspera, hicieron que mi boca seca deseara humedecerse en sus labios tiernos. Él jugueteó con mis botones para sugerir que todo era cosa de ser firme, de saber resbalar.
–Debes estrujar la masa.
Lo miré tan de cerca y la comisura de mis labios se ahogo en su veneno, en la tibieza de un beso que sin invadir por completo era el señuelo embriagador de su olor, de su cuerpo. Sentí su aliento resoplar en la parte más débil: yo. Sus manos posadas sobre mi abdomen delataron la ansiedad al ir subiendo. Titubee en un terreno que no me era ajeno pero lo deje continuar. Sus manos se mostraron afanosas, al igual que sus dedos, uno a uno caminó sobre mi cuerpo y al llegar el punto de mí hervir rabioso, con avaricia colocó mi mano sobre su orgullo, cuyo volumen evidenció el entusiasmo por el declive de su lengua en mis senos. Enhiesto deseó mostrarme toda la fuerza que tenía dentro. Pero acorralada contra él, escuchamos ruidos no lejos. Él sin prisa pero con cierta voracidad me apretó para tratar de tumbar el ardor dentro. Con el cabello desaliñado, escuchamos voces de nuevo.
Nos alejamos.
Celia y Berta nos hacían compañía.

Una taza de café

-Sólo un café- fue la orden de servicio a la mesera, el hecho de ser dos comensales sentados a la mesa podía ser extraño, en realidad ella quería repetir el ritual que ambos acostumbraban durante sus charlas: tomar de la misma taza.

Ella recorría la orilla de la taza de café con el dedo índice, repasando la historia cíclica que la llevaba siempre al mismo punto de incertidumbre y dolor.

De vez en cuando detenía el acto para ver tras la ventana con la posibilidad de ver algo más que el abismo de dudas en el cual estaba sentada. Tal vez escapar de la crueldad inherente al amor.

Volvió a la taza humeante sólo para después dirigir su mirada a los ojos de él escudriñando una vez más, buscando otra vez…

-¿Por qué yo no?

La ventana para él fue el escape al taladro de las miradas de ella, veía sin ver, las pausas se convertían en la antesala de palabras que herían. No existe compasión para lo que esta hecho; así que continúo…

-Tú lo tienes todo: un departamento, un trabajo bien pagado, una carrera que te gusta, eres independiente, no te mantienen, eres libre.

Ella sintió que las lágrimas se desbordaban en sus ojos, empujaban desde su garganta, las ideas se convertían en cuchillos cortando su lengua…

-¿Y eso es malo?

Él busco entre todas sus ideas, en lo poco que tenia, en la crueldad que disfrutaba, lo mencionaba a veces como broma otras en serio –las mujeres no me importan- No era la primera vez que la tenía como ahora, derrotada, en llanto, sin verla a los ojos…

-Ella no es como tú, no ha terminado la universidad, no tiene trabajo, la mantienen sus hermanos, su esposo la abandono por mi culpa, ya no le da dinero y su padre esta muriendo de cáncer.

Del otro lado en un estallido se desencajo, sus ojos dejaron la contención, lo buscó con ahínco, con un interrogatorio de odio…

-Entonces ¿necesito que mi padre este muriendo de cáncer para que me quieras?, necesito que me mantengan y dejar de ser quien soy para que me ames y me elijas. ¿La culpa la tiene mi padre por no tener cáncer?

Él tenía explicaciones, todas fuera de lugar, lo acorralaba como otras veces ante ese látigo irónico, recalcitrante. Lo que alguna vez le gusto y le divertía se convirtió en lo que más odiaba.
Retenía la frase, pero su enfado se abrió paso tratando de herir una vez más…

-¡Tú no te sabes someter!

-¿quieres una esclava o una compañera?

-¡no me entiendes!

-¡Afortunadamente para mí, sí te entiendo!

Las lágrimas siguieron el cauce de la ira a la calma, sí a él se le habían terminado los dardos, ella aún tenía algunos y quiso utilizarlos.

-¡No voy a dejar de ser yo, para que te quedes a mi lado!, siento mucho no ser una mujer en desgracia para que me salves y como moneda de cambio me someta a ti, para decirte: “yo que te he dado todo” y te lo cobre por el resto de tu vida.

Sabes, pensándolo bien… ¡Gracias por no elegirme!

El aire la levanto secando sus ojos, su cuerpo se transformo en una intempestiva ráfaga que tiró el café sobre el mantel blanco dejando una mancha enorme como huella de su paso.

-Adiós y ¡paga aunque sea por esta vez!

El ansia de huir la sacó de la cafetería a ninguna parte, la cabeza le daba vueltas, sus ojos deseaban buscar la salida, abrió la puerta del lugar, volteo a los dos lados de la calle, al azar eligió y apresuro sus pasos.

En cada zancada sus pulmones se llenaron de un aire distinto, más etéreo, más dulce, aspiro por la nariz, dejó que sus pulmones se hincharan de libertad, sus alas se libraron del peso, podía volar, con cada aleteo decía:

-No voy a dejar de ser quien soy, no voy a dejar de ser quien soy…

El retrato de la vírgen

-Hola paisano- Le dice un soldado a otro mientras caminan hacia la base. No hay nadie más cerca y él no sabe de dónde diablos salió ese impertinente. El soldado saludado está cansado, harto de aquel lugar y sin ánimo de ser amable, así que apenas responde.

-Escuché que regresas a casa pronto, paisita- insiste el primer soldado y toca el hombro cansado de su compañero. Él le clava una mirada cargada de rencor, como si aquel hombre fuera responsable de que él estuviera en medio de una guerra ajena y absurda.

-¿Tengo cara de que voy de vuelta a casa grandísimo pendejo?- Contestó al fin el soldado malencarado y empujó a su compañero.

-No te calientes sartén- dijo el otro –Yo sólo escuché eso y, como sé que eres de un pueblo muy cercano al de mi madre, quise pedirte que me hicieras un favor

-¡Para favores estoy yo!

-De cualquier forma, yo no tengo para cuando regresar, así que si a ti te mandan a casa, date una vuelta por Tuxcacuesco y busca a Matilde Buendía, mi madre, dile que le dejé guardado un dinerito bajo el forro del cuadro de la virgen, que lo saque de allí si tiene un apuro. Hazme ese favor, mira, no puedo llamarle porque allá no hay teléfono, ni escribirle porque ella no sabe leer y podrían engañarla. Ayúdame paisita, si vas para allá ayúdame.

El soldado estaba muy enojado, así que se burló de su paisano –Claro idiota, créeme que lo primero que haré cuando pise mi tierra será correr de recadero a tu pueblo rascuache-

Siguieron marchando en silencio, hasta que de pronto el soldado malhumorado vio que el otro se acercaba a él corriendo como jugador de fútbol americano con la intención de derribarlo, luego sintió un golpe en el vientre y salió volando. Inmediatamente después se escuchó una explosión.

Cuando despertó, el soldado se enteró de que había perdido parte del brazo izquierdo. Una mina estalló cuando le pasaron encima. Nada se sabía del soldado que lo había salvado de morir. Una semana más tarde estaba en un avión de regreso a su casa, pero no podía pensar en otra cosa que el cuadro de una virgen y la súplica de un héroe.

Lo primero que hizo al pisar tierra fue pedirle a un taxi que lo llevara a Tuxcacuesco. Era un pueblo pequeño, así que le fue muy fácil dar con Matilde Buendía. Una mujer pequeña, con mucha tristeza acumulada y la fuerza para aceptarla como aquello de lo que está hecha la vida.

El soldado le contó su historia con calma, tratando de enfatizar el heroísmo de su hijo y de suavizar las condiciones de su muerte. Después, le pidió que rescatara el dinero escondido en aquel cuadro de la virgen. La mujer, con lágrimas en los ojos, abrió con un cuchillo el enorme cuadro.

Dentro, además de una modesta cantidad de billetes, estaban las escrituras que acreditan a la anciana como dueña de seis hectáreas de terreno fértil que hacia poco le habían sido arrebatadas por sus hermanas.

Matilde sonrió, volteó a ver al soldado y con los ojos inundados le dijo: -Manuel, mi hijo, murió hace dos años en esa maldita guerra- El soldado sintió que le robaban el piso.