Despiertas, te bañas, te arreglas, te vas. Trabajas, cocinas, estudias, corres, nadas. Saludas, asientes, disientes, decides, dudas, asumes. Los engranes de tu vida nunca tienen un momento de paz. Cualquier pausa los templa pues saben de antemano que sólo sirve para tomar impulso y aumentar las revoluciones del ritmo de tu alma. Regresas a tu refugio, subes la escalera y entras en la recámara. Buscas reposo pero ni al dormir descansas. Tú no lo sabes, pero eres el vértice inicial de un prisma de fantasías de quien te desea a la distancia.
Y llegas, y te conviertes en la tilde de todos mis acentos. Soy la desesperación al quitarte la ropa y el día de encima. La ternura para cubrirte con un pijama. Soy unguento para tus pies cansados. Soy etérea vagabunda y sacio con tu imagen el hambre de mis pupilas. Soy un peine de cinco dientes alaciando tu cabello negro. Soy la escultora que por las noches vuelve a moldear tu ser completo. Soy voyeurista perenne, perdida en las formas que te contienen.
Me ofrezco y te enciendes. Te pido prestados besos que no pienso devolverte. Me enciendo y te ofreces. Cuatro manos y dos cuerpos juegan a recorrerse. Dibujamos figuras irrepetibles en las sábanas. El sol escarlata que habita en mi entrepierna tiene el deseo vehemente de anochecer en tu garganta. Exiges tu residencia hundiéndote en mi centro. La quietud será el último de tus movimientos. Y duermes. Y duermes conmigo, compartiendo la humedad, habiendo en el mundo tantos otros sitios donde podrías estar.
Lorena Sanmillán