A mitad de la ciudad, en el rincón más alto de uno de tantos edificios sin nombre que el tiempo ha transformado en pilastra de losas quebradizas, vivía una madre con sus hijos, Antares y Talía, dos bellísimos hermanos de trece y doce años, rubios y bulliciosos, que pasaban el tiempo jugando a que vivían atrapados en la torre de un castillo. Corrían por los pasillos de otros cuartos miserables, entre tendederos, jaulas y tuberías con los que fabricaban los obstáculos y metas de sus juegos.
Ella era una princesa, atrapada en esa torre por un hada corrupta, él jugaba a ser una estrella que el cielo había prestado a la infanta para hacerle compañía. Imaginaban que arañas y cucarachas eran emisarios de su carcelera y presurosos las aniquilaban. Las hormigas, en cambio, siempre fueron sus aliadas. El único lugar en que se sentían completamente a salvo, donde lo planeaban todo e inventaban sus historias, era un sillón verde que un mago había puesto junto a una pared tornasolada. Para ellos todo en la vida era juego.
Esa tarde el sol quemaba. El muchacho se quitó su única camisa, un viejo pedazo de tela que, por su tamaño, le venía como túnica. En ese momento sopló una inesperada ráfaga de viento que hizo volar el trapo sucio. Al intentar la princesa atraparlo, en el quicio de la azotea, resbaló. El corazón de Antares se apagó antes de que el cuerpo de la princesa tocara el piso. Al fin estaban libres.